Capitulo 23
Los meses pasaron y llegó octubre. Nadie, a excepción de ellos y Harry, conocía su particular relación.
Los dos amigos habían hablado en varias ocasiones sobre el tema y Louis le había pedido discreción.
(Tuapodo) no quería que nadie supiera nada y aunque le molestaba su negativa a aparecer como una pareja ante sus respectivos amigos, decidió respetarla. Nunca haría nada que la pudiera molestar.
Una madrugada, tras pasar una morbosa noche junto a Louis y otra pareja en uno de los reservados del Sensations, donde la fantasía y el placer habían sido el centro de sus deseos, al ponerse el pantalón, (Tuapodo) sacó su móvil y vio que tenía varias llamadas perdidas desde el teléfono de su vecina
Dora y también de su compañero Neill. Preocupada, llamó y Louis pudo ver que se llevaba las manos a la cabeza. Rápidamente se acercó a ella.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que irme. Sami... está en el hospital.
—¿Qué ha ocurrido?
Pero (Tuapodo), fuera de sí, se cubrió la cara con las manos y gimió:
—Oh, Dios... Oh, Dios... Soy una madre nefasta... Yo aquí... aquí... haciendo... haciendo ¡esto!, y mi hija. ¡Oh, Diosssssssss mío!
Obnubilada por la preocupación, no sabía qué hacer y Louis, sujetándola por el brazo, la detuvo y dijo:
—Cielo, céntrate, ¿qué pasa?
—Mi vecina Dora y Neill han llevado a Sami al hospital. Por lo visto, comenzó a tener fiebre alta y Dora se asustó. Me ha estado llamando, y al no cogerle yo el teléfono, ha llamado a Neill. Tengo que ir al Great Ormond, mi hija está allí.
Louis no sabía quién era Neill, pero en ese instante eso era lo que menos importaba. Sólo importaba Sami. Sin tiempo que perder, llevó a (Tuapodo) hasta su coche y luego condujo lo más rápido que pudo para llegar cuanto antes al Great Ormond.
Una vez dejaron el coche mal aparcado en la puerta, entraron corriendo por urgencias y cuando (Tuapodo) vio a Dora, a Neill y su mujer Romina fue hacia ellos y preguntó con el corazón a mil por hora:
—¿Dónde está Sami?
—Está bien, (Tuapodo). Tranquila —dijo Neill, mirándola.
—Pero ¿dónde está? —gritó descompuesta.
Dora, al ver que la joven perdía los papeles, intentó agarrarla del brazo y explicó:
—Le están poniendo una inyección y no nos han dejado pasar.
—¿Una inyección? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Romina, al ver su pánico, le aclaró rápidamente:
—Sami tiene placas de pus en la garganta y eso le ha provocado la fiebre alta. No te preocupes, (Tuapodo), está bien. Son cosas que les pasan a los niños.
Apoyándose en la pared, ella se llevó las manos a la cara y ante un alucinado Louis, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo, donde lloró desconsoladamente.
Al saber que Sami estaba bien, la angustia de Louis se mitigó un poco, pero el corazón le latía desbocado. Nunca había visto a (Tuapodo) así. No podía verla llorar. Ella era una mujer dura, fuerte y, sin dudarlo, fue hacia ella, la levantó y la abrazó. (Tuapodo) aceptó su abrazo y, mientras, temblorosa, sollozaba, él sólo pudo decir:
—Tranquila... tranquila..., cielo, Sami está bien. No llores, cariño..., no llores.
Dora, Neill y Romina se miraron, pero nadie dijo nada. ¿Quién era aquél? La mujer lo reconoció: era el mismo hombre que había visto en la bolera. En ese momento, una enfermera se paró frente a ellos y dijo:
—Si la madre de la niña ha llegado, puede pasar.
(Tuapodo) asintió rápidamente y, mirando a Dora, murmuró:
—Siento no haber oído el teléfono. Lo siento, Dora.
La mujer abrazó a la joven que se soltaba de aquel castañazo y la tranquilizó:
—Cuando te has ido la niña estaba bien. Los niños son así de imprevisibles. Por eso he llamado a casa de Neill y Romina. Tú siempre me dices que si tú no estás, él es el primero a quien debo llamar. Anda, ve con Sami y dale un besito de mi parte.
Cuando ella desapareció tras la puerta sin volver la vista atrás, los tres desconocidos miraron a Louis y éste, a modo de saludo, les tendió la mano y se presentó:
—Louis Tomlinson.
Las dos mujeres se la estrecharon y cuando los ojos de los dos hombres se encontraron, el americano dijo:
—Neill Jackson.
Aquel acento tan americano a Louis le chirrió, pero agradecido, musitó:
—Gracias por ocuparte de Sami. Muchas gracias.
Neill, sorprendido, asintió. ¿Quién era aquel hombre? Y sin apartar sus ojos de él, respondió:
—Gracias a ti por no dejar sola a (Tuapodo) y traerla aquí.
Ambos asintieron. Los dos parecían hombres responsables y Romina preguntó:
—Louis, ¿llevarás a casa a (Tuapodo) y a la niña?
—Por supuesto —afirmó él con seguridad.
Neill, tras pensarlo un momento, asintió y, cogiendo la mano de su mujer, dijo mirando Dora:
—Vamos, Romina y yo te acompañaremos a casa.
Una vez se hubieron marchado, Louis se quedó solo en el pasillo. Se sentó en uno de los asientos vacíos y decidió esperar. Diez minutos después, las puertas se abrieron y él se levantó al ver aparecer a (Tuapodo) con su pequeña en brazos.
Con una candorosa sonrisa, se acercó a ellas. La niña, agotada, se había quedado dormida en los brazos de su madre y Louis preguntó:
—¿Estáis las dos bien?
(Tuapodo) asintió. Abrazar a su hija la reconfortaba.
—Vamos —dijo Louis, quitándole a Sami de los brazos—. Os llevaré a casa.
Caminaron en silencio hacia el exterior del hospital y cuando llegaron al coche, (Tuapodo) se paró y, mirándolo a él, comentó:
—No podemos ir en tu coche.
—¿Por qué?
Ella suspiró y con dulzura explicó:
—Es un biplaza. Y yo no quiero llevar a Sami delante. Además, está prohibido.
Louis, que no había caído en ese detalle, fue a decir algo cuando ella añadió:
—Vete a tu casa a dormir, es tarde. Yo cogeré un taxi.
Moviéndose con celeridad, él le entregó a la pequeña y le indicó:
—No os mováis de aquí. Voy a aparcarlo y cogemos un taxi.
—Pero Louis, no hace falta.
Convencido, la miró y habló:
—He prometido que te llevaría a tu casa y voy a cumplir esa promesa, ¿entendido?
(Tuapodo) sonrió. Si alguien había tan cabezón como ella, ¡ése era Louis! Vio cómo aparcaba el coche y paraba un taxi.
Tras dar la dirección, (Tuapodo) se acomodó en los brazos de Louis sin soltar a Sami y él, besándole la frente, preguntó:
—¿Estás más tranquila?
Apretando a su hija sobre su pecho, ella le dio un beso en la frente y murmuró:
—Me siento tan culpable...
Comprendiéndola, Louis hizo que lo mirara y afirmó con rotundidad:
—Eres una excelente madre, la mejor que Sami puede tener, ¿de acuerdo?
Con una débil sonrisa, (Tuapodo) asintió y lo besó en los labios. Louis preguntó:
—¿Me dejarás hoy subir a tu casa?
Ella sonrió.
—No. El hogar de mi hija es infranqueable.
La rotundidad de sus palabras hizo que no insistiera y, cuando llegaron, Louis le pidió al taxista que esperara y, tras acompañarlas hasta el portal y besar a (Tuapodo) en la boca, se marchó, prometiendo llamarla al día siguiente.
Los meses pasaron y llegó octubre. Nadie, a excepción de ellos y Harry, conocía su particular relación.
Los dos amigos habían hablado en varias ocasiones sobre el tema y Louis le había pedido discreción.
(Tuapodo) no quería que nadie supiera nada y aunque le molestaba su negativa a aparecer como una pareja ante sus respectivos amigos, decidió respetarla. Nunca haría nada que la pudiera molestar.
Una madrugada, tras pasar una morbosa noche junto a Louis y otra pareja en uno de los reservados del Sensations, donde la fantasía y el placer habían sido el centro de sus deseos, al ponerse el pantalón, (Tuapodo) sacó su móvil y vio que tenía varias llamadas perdidas desde el teléfono de su vecina
Dora y también de su compañero Neill. Preocupada, llamó y Louis pudo ver que se llevaba las manos a la cabeza. Rápidamente se acercó a ella.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que irme. Sami... está en el hospital.
—¿Qué ha ocurrido?
Pero (Tuapodo), fuera de sí, se cubrió la cara con las manos y gimió:
—Oh, Dios... Oh, Dios... Soy una madre nefasta... Yo aquí... aquí... haciendo... haciendo ¡esto!, y mi hija. ¡Oh, Diosssssssss mío!
Obnubilada por la preocupación, no sabía qué hacer y Louis, sujetándola por el brazo, la detuvo y dijo:
—Cielo, céntrate, ¿qué pasa?
—Mi vecina Dora y Neill han llevado a Sami al hospital. Por lo visto, comenzó a tener fiebre alta y Dora se asustó. Me ha estado llamando, y al no cogerle yo el teléfono, ha llamado a Neill. Tengo que ir al Great Ormond, mi hija está allí.
Louis no sabía quién era Neill, pero en ese instante eso era lo que menos importaba. Sólo importaba Sami. Sin tiempo que perder, llevó a (Tuapodo) hasta su coche y luego condujo lo más rápido que pudo para llegar cuanto antes al Great Ormond.
Una vez dejaron el coche mal aparcado en la puerta, entraron corriendo por urgencias y cuando (Tuapodo) vio a Dora, a Neill y su mujer Romina fue hacia ellos y preguntó con el corazón a mil por hora:
—¿Dónde está Sami?
—Está bien, (Tuapodo). Tranquila —dijo Neill, mirándola.
—Pero ¿dónde está? —gritó descompuesta.
Dora, al ver que la joven perdía los papeles, intentó agarrarla del brazo y explicó:
—Le están poniendo una inyección y no nos han dejado pasar.
—¿Una inyección? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Romina, al ver su pánico, le aclaró rápidamente:
—Sami tiene placas de pus en la garganta y eso le ha provocado la fiebre alta. No te preocupes, (Tuapodo), está bien. Son cosas que les pasan a los niños.
Apoyándose en la pared, ella se llevó las manos a la cara y ante un alucinado Louis, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo, donde lloró desconsoladamente.
Al saber que Sami estaba bien, la angustia de Louis se mitigó un poco, pero el corazón le latía desbocado. Nunca había visto a (Tuapodo) así. No podía verla llorar. Ella era una mujer dura, fuerte y, sin dudarlo, fue hacia ella, la levantó y la abrazó. (Tuapodo) aceptó su abrazo y, mientras, temblorosa, sollozaba, él sólo pudo decir:
—Tranquila... tranquila..., cielo, Sami está bien. No llores, cariño..., no llores.
Dora, Neill y Romina se miraron, pero nadie dijo nada. ¿Quién era aquél? La mujer lo reconoció: era el mismo hombre que había visto en la bolera. En ese momento, una enfermera se paró frente a ellos y dijo:
—Si la madre de la niña ha llegado, puede pasar.
(Tuapodo) asintió rápidamente y, mirando a Dora, murmuró:
—Siento no haber oído el teléfono. Lo siento, Dora.
La mujer abrazó a la joven que se soltaba de aquel castañazo y la tranquilizó:
—Cuando te has ido la niña estaba bien. Los niños son así de imprevisibles. Por eso he llamado a casa de Neill y Romina. Tú siempre me dices que si tú no estás, él es el primero a quien debo llamar. Anda, ve con Sami y dale un besito de mi parte.
Cuando ella desapareció tras la puerta sin volver la vista atrás, los tres desconocidos miraron a Louis y éste, a modo de saludo, les tendió la mano y se presentó:
—Louis Tomlinson.
Las dos mujeres se la estrecharon y cuando los ojos de los dos hombres se encontraron, el americano dijo:
—Neill Jackson.
Aquel acento tan americano a Louis le chirrió, pero agradecido, musitó:
—Gracias por ocuparte de Sami. Muchas gracias.
Neill, sorprendido, asintió. ¿Quién era aquel hombre? Y sin apartar sus ojos de él, respondió:
—Gracias a ti por no dejar sola a (Tuapodo) y traerla aquí.
Ambos asintieron. Los dos parecían hombres responsables y Romina preguntó:
—Louis, ¿llevarás a casa a (Tuapodo) y a la niña?
—Por supuesto —afirmó él con seguridad.
Neill, tras pensarlo un momento, asintió y, cogiendo la mano de su mujer, dijo mirando Dora:
—Vamos, Romina y yo te acompañaremos a casa.
Una vez se hubieron marchado, Louis se quedó solo en el pasillo. Se sentó en uno de los asientos vacíos y decidió esperar. Diez minutos después, las puertas se abrieron y él se levantó al ver aparecer a (Tuapodo) con su pequeña en brazos.
Con una candorosa sonrisa, se acercó a ellas. La niña, agotada, se había quedado dormida en los brazos de su madre y Louis preguntó:
—¿Estáis las dos bien?
(Tuapodo) asintió. Abrazar a su hija la reconfortaba.
—Vamos —dijo Louis, quitándole a Sami de los brazos—. Os llevaré a casa.
Caminaron en silencio hacia el exterior del hospital y cuando llegaron al coche, (Tuapodo) se paró y, mirándolo a él, comentó:
—No podemos ir en tu coche.
—¿Por qué?
Ella suspiró y con dulzura explicó:
—Es un biplaza. Y yo no quiero llevar a Sami delante. Además, está prohibido.
Louis, que no había caído en ese detalle, fue a decir algo cuando ella añadió:
—Vete a tu casa a dormir, es tarde. Yo cogeré un taxi.
Moviéndose con celeridad, él le entregó a la pequeña y le indicó:
—No os mováis de aquí. Voy a aparcarlo y cogemos un taxi.
—Pero Louis, no hace falta.
Convencido, la miró y habló:
—He prometido que te llevaría a tu casa y voy a cumplir esa promesa, ¿entendido?
(Tuapodo) sonrió. Si alguien había tan cabezón como ella, ¡ése era Louis! Vio cómo aparcaba el coche y paraba un taxi.
Tras dar la dirección, (Tuapodo) se acomodó en los brazos de Louis sin soltar a Sami y él, besándole la frente, preguntó:
—¿Estás más tranquila?
Apretando a su hija sobre su pecho, ella le dio un beso en la frente y murmuró:
—Me siento tan culpable...
Comprendiéndola, Louis hizo que lo mirara y afirmó con rotundidad:
—Eres una excelente madre, la mejor que Sami puede tener, ¿de acuerdo?
Con una débil sonrisa, (Tuapodo) asintió y lo besó en los labios. Louis preguntó:
—¿Me dejarás hoy subir a tu casa?
Ella sonrió.
—No. El hogar de mi hija es infranqueable.
La rotundidad de sus palabras hizo que no insistiera y, cuando llegaron, Louis le pidió al taxista que esperara y, tras acompañarlas hasta el portal y besar a (Tuapodo) en la boca, se marchó, prometiendo llamarla al día siguiente.